Un lejano olor a orina invade el espacio que separa la mata de enebro y
el pequeño pozo.
Sólo ese espacio.
Si en ese tiempo existiera
una ciencia para establecer dimensiones distinta a la geometría, el hombre
que con las manos ensangrentadas en este momento se reclina para beber agua en mitad de la noche en Pozo Tomate, tendría la posibilidad de no ser considerado un asesino.
En su lugar sería un hombre convencional,
tendría trabajo, esposa, hijos y dejaría desvanecer su vida en la
lentitud acerada de la costumbre; pero el
páramo de Poza tiene límites, y el hombre de masa torpe y blanco se balancea como un boxeador
noqueado bajo las estrellas.
- De volver a existir sería caballo o perro - se oye decir a así mismo.
A veces.
El hombre de masa en su desgana y vacío lo engulle todo: ganados,
almendros, megalitos, ilagas,
ausencias y hasta ciclistas, pero sobre todo niñas.
Una vez estuvo a punto de
devorar entre sus fauces a una recién nacida albina que semidesnuda dormitaba
bajo un tilo frente al Corral del
Estanquero. Si no lo hizo fue porque de pronto escuchó un estruendo en el cielo
más allá de Fuente Turme.
Dirigió hacia ese lugar la mirada como lo hacen las caras en los sueños.
El páramo de Poza a veces
se vuelve hueco como un corredor de piedra por el que corren voces, entonces se
producen roturas en el azul por las que se accede al limbo.
El hombre de masa no recuerda.
Vive en la permanente mutación de los lagartos y los hongos, en la húmeda
quietud de ese espacio de mar que no se escurrió páramo abajo después del
diluvio y que aún alimenta fuentes y manantiales.
La sal, ya se sabe, se quedó toda bajo el Castellar.
Si al menos pudiera soportar la luz del día intentaría hablar con los
pastores o los viajeros que van a Villalta por el viejo camino de los arrieros.
Pero el hombre de masa lo engulle todo y lo hace con tanta celeridad y
displicencia que apenas le da tiempo a presentarse como a él le gustaría.